This is a guest blog from Paola Carias, Coordinator of Projects, Macaw Mountain Bird Park
(Español abajo)
It was the 80’s and I was about eight years old. My father worked as a civil engineer contractor for the government and would be wherever work would take him. Because of this, his time at home would be limited to either weekends or once a month. He landed a project in “La Moskitia,” the area in Honduras most known for its exuberant nature and because it's a world natural site.
Paola, Lalo, and father in the 1980's
One day, he arrived with a box, excitement in his eyes. As he unveiled its contents, my eyes fell upon the strangest creature. I asked him what it was, because I couldn’t understand the excitement over something so strange looking. “This is a scarlet macaw,” he said, “I bought it for 20 lempiras from a guy at the at the work site, he is still a chick.” Mom wasn't pleased; another mouth to feed and a new responsibility added to her already full plate. While my siblings and I celebrated the new member of the family, my dad explained that he could see a lot of macaws where he worked and he figured that he could bring one to our home. No matter, I was a child and didn’t bother with details, so perhaps that’s why I can't remember why we named it what we did, but we decided that “Lalo” was a good name. This is how “Lalo” became part of our family.
Every day, I would run home from school and go play with Lalo. He eventually got all his feathers, and I understood what amazing and beautiful birds scarlet macaws are. He would eat fruits, but he would also eat everything that would be put on front of him. I specifically remember feeding him spaghetti and teaching him new tricks. Particularly fun was putting Lalo in the back of my brother’s and my shared bike so that we would race up and down the street and Lalo would spread his wings and pretend to fly. I loved that bird.
One day, when I came home from school, tragedy struck. Lalo’s lifeless body was in the living room. My siblings and I were devastated. I was beyond heartbroken, to the point that I swore off pets, believing to be protecting myself from further loss. Little did I know this loss would shape my future in ways unimaginable.
Fast forward to 2010, and I stumbled upon the Macaw Mountain bird park in Copan—a sanctuary for macaws and parrots. Inspired, I embarked on a journey to advocate for the ones still in captivity. I learned a lot, especially that despite my good intentions, I had made many mistakes while caring for Lalo. I needed to make up for them.
My mission has since then evolved into educating others about proper parrot care, and I found myself working with these magnificent birds. My father became my biggest supporter. In our daily phone calls, he would occasionally ponder the what ifs of not bringing Lalo home, and wondered how different my life would be.
Paola's father at Macaw Mountain
On June 1st, 2022, I kissed my bedridden dad goodbye. Duty was calling me back to Copan for the ninth macaw release. I asked him if he could wait for me to be back, to please do. I would make sure that eight more macaws got their freedom and promised to come back and tell him all about it. On June 25th, 2022, merely hours after finishing the ninth macaw release, I got the call. My dad was leaving us, and I wouldn’t be back in time. Over the phone, I was able to tell him how much I loved him, thanked him for his guidance and education. And then he was free, just like the macaws.
And so, this is how 20 lempiras changed my life—a journey from childhood loss to a purposeful adulthood, advocating for the scarlet macaws of Honduras, honoring the memory of a feathery friend named Lalo, and fulfilling a promise made to a proud father.
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Eran los años 80 y yo tenía unos ocho años. Mi papa trabajaba como ingeniero civil contratista para el gobierno y estaría dondequiera que lo llevara su trabajo. Debido a esto, su tiempo en casa se limitaría a los fines de semana o una vez al mes. Consiguió un proyecto en “La Mosquitia”, la zona de Honduras más conocida por su exuberante naturaleza y por ser un sitio patrimonio natural mundial.
Un día, mi papá llegó con una caja y la emoción visible en los ojos. Mientras desvelaba su contenido, mis ojos se posaron en la criatura más extraña, le pregunté qué era, porque no podía entender la emoción por algo de aspecto tan extraño. “Esta es una guacamaya roja”, dijo, “se la compré por 20 lempiras a un señor en el proyecto, todavía es un polluelo”. A mi Mamá no le gustó mucho la sorpresa, era otra boca que alimentar y una nueva responsabilidad añadida a su plato ya lleno. Mientras mis hermanos y yo celebrábamos al nuevo miembro de la familia, mi papá me explicó que podía ver muchas guacamayas donde trabajaba y que sería buena idea traernos uno a la casa. No lo sé, yo era una niña y no me preocupaba por los detalles, así que quizás por eso no recuerdo por qué le pusimos ese nombre, pero decidimos que “Lalo” era un buen nombre. Y así fue como “Lalo” pasó a ser parte de nuestra familia.
Todos los días, yo c orría de la escuela a casa y me iba a jugar con Lalo. Finalmente le crecieron todas sus plumas y entendí lo asombrosas y hermosas que son las guacamayas rojas. Comia frutas pero también comia todo lo que se le pusiera delante. Recuerdo específicamente darle de comer espaguetis y enseñarle nuevos trucos. Particularmente divertido era poner a Lalo en la parte trasera de la bicicleta que compartíamos con mi hermano para que corriéramos por la calle y Lalo extendiera sus alas y fingiera volar. Amaba a ese pájaro.
Un día, cuando volví a casa de la escuela, ocurrió una tragedia. El cuerpo sin vida de Lalo estaba en la sala. Mis hermanos y yo estábamos devastados. Yo estaba más que desconsolada, hasta el punto de que renuncié a las mascotas, creyendo que me estaba protegiendo de más pérdidas. Lo que no pude anticipar era que esta pérdida moldearía mi futuro de maneras inimaginables.
Llegamos al 2010, y me enontré con el parque de aves Macaw Mountain en Copán, un santuario para guacamayas y loros. Inspirada, me embarqué en un viaje para defender a los Lalos que aún están en cautiverio. Aprendí mucho, sobre todo que a pesar de mis buenas intenciones, había cometido muchos errores al cuidar a Lalo, necesitaba resarcir el daño que habia hecho
Desde entonces, mi misión ha evolucionado a educar a otros sobre el cuidado adecuado de los loros, y encontré mi propósito trabajando con estas magníficas aves. Mi papá se convirtió en mi mayor apoyo. En nuestras llamadas telefónicas diarias, de vez en cuando reflexionaba sobre qué hubiera pasado si no llevaba a Lalo a casa y se preguntaba qué tan diferente sería mi vida.
El 1 de junio de 2022, me despedí con un beso de mi papa, el estaba postrado en cama, muy enfermo. El deber me llamaba de regreso a Copán para la novena liberación de guacamayas. Le implore que si podía esperar a que volviera, que por favor lo hiciera. Solo me aseguraría de que ocho guacamayas más obtuvieran su libertad y le prometí volver y contarle todo. El 25 de junio de 2022, apenas unas horas después de finalizar la novena liberación de guacamayas, recibí la llamada. Mi papá nos iba a dejar y yo no regresaría a tiempo. Por teléfono pude decirle cuánto lo amaba y le agradecí por su orientación y educación. Y entonces quedó libre, como las guacamayas.
Y fue así como 20 lempiras cambiaron mi vida: un viaje desde una pérdida en la niñez hasta una edad adulta con propósito, abogando por las guacamayas rojas de Honduras, honrando la memoria de un amigo emplumado llamado Lalo y cumpliendo una promesa hecha a un padre orgulloso.
love it!